jueves, 1 de mayo de 2014

La Sinfonía de mi Vida

           


             Qué tarea tan compleja la de conseguir formar una banda de música compensada en cuanto a instrumentos y versátil en cuanto a estilos, y sin embargo, cuan reconfortante es para ese director de orquesta el momento que, frente al escenario, da un paso atrás para tener una visión completa de ese elenco tan variado que espera ansioso el instante que con gran y humilde maestría, la batuta comience su danza dando vida a los instrumentos que con tanto mimo han sido afinados.

            Todavía resuena en mi recuerdo el día en que me citaron para una audición de la que yo ni siquiera tenía conocimiento: “¿Podrías pasarte esta tarde sobre las 19:30? Nos gustaría poder contar contigo en una nueva obra que estamos preparando.” Yo que siempre he sido bastante echado para delante, acepté. Y seguidamente, mi mente se vio invadida por cantidad de preguntas curiosas, aunque en mi interior algo me decía que sin duda, este sería uno de esos momentos que pondrían un punto y aparte en la historia de mi vida.

            Tal y como acostumbro a hacer en esas ocasiones especiales, dediqué las horas previas a dejarme invadir por las tenues notas de Verdi que se escapaban del equipo de música del salón de mi casa. Es una excelente manera de reencontrarme conmigo mismo, de traerme de vuelta a mi presente, y de colocar mis siguientes pisadas en el lugar exacto en que quedó grabada la última. Ahora ya me encuentro preparado. Se aproximan las 19:30, y dispongo de diez minutos para llegar con cinco minutos de antelación a mi cita. Sí, mi obsesión por la puntualidad siempre va cinco minutos adelantada. Es un viejo vicio que tengo.

            Cuando llego al lugar, salen a mi encuentro dos miradas: una, tan cómplice como el primer día; y otra, que denota curiosidad e impaciencia. Nos sentamos en torno a unos cafés recién hechos y, tras las presentaciones oportunas, comienzan a desgranarme con minuciosidad el motivo de mi presencia hoy en este lugar. No puedo evitar sentirme contagiado por el brillo que desprenden sus miradas, y es que como por arte de magia, como pocas veces me ha pasado, los latidos de mi corazón han comenzado a marcar un nuevo ritmo.

            No fue necesario confirmarles mi consentimiento a ser partícipe en esta nueva aventura. Mi mirada fue un medio suficiente del que se sirvió mi corazón para transmitirles que desde ese momento, mis pies caminaban junto a los suyos en este nuevo sendero que, como si de un cuento de niños se tratase, también comenzaba con las palabras “Érase una vez…”.

            Pero, ¿qué es lo que se era? La respuesta la puedo resumir en cuatro palabras: un regalo del cielo.

            Un cielo muy terrenal en el que también existen los ángeles, ¡vaya que si existen! Con las más majestuosas alas abiertas que nunca pude imaginar, me fueron dando la bienvenida a su mundo, que ahora también es mío. ¿Cómo agradecer tanta calidez, tantos sentimientos, tanta empatía? Cuántas confesiones a lo largo de este poquito tiempo, cuantas risas y sonrisas sinceras. Cuanta humanidad. ¡Cómo me gustan los cuentos que de principio a final son felices!

            Es admirable la inagotable alegría que desprenden ese grupo de hadas de los bosques con sus danzas y sus risas en las tardes más frías del invierno; la fe que manifiestan esos traviesos duendes que siempre están ahí ofreciendo un hombro en el que apoyarse para dar el siguiente paso; la sabiduría de esas reinas magas que siempre tienen la poción adecuada; la disposición de tantos elfos y elfas que surgen de entre la nada cuando se reclama un poco de ayuda. Y sobre todo, la fuerza más pura de esos príncipes y princesas dignos de ser protagonistas de los cuentos que los padres y madres deberían contar a sus hijos e hijas, porque es la vida real la que ha hecho, hace y hará de nosotros, las personas que somos.

            Tras tantos días de momentos compartidos, ahora es cuando en realidad soy consciente del trasfondo de esa obra a la que requerían mi presencia con tanta insistencia. Sin duda es algo que va más allá de lo que me contaron aquel día en torno a aquel café recién hecho. Siento que ya formo parte de ese todo al que un día fui invitado a unirme. Siento que en mi interior, en ese rinconcito que cuido con tanto mimo, habitan nuevos sentimientos, nuevos conocimientos, nuevas realidades que me eran ajenas hasta ahora; pero sobre todo, habitan un grupo de pequeñas estrellas que con sus distintos brillos y destellos iluminan mi interior.

“¡Tienes un brillo especial en los ojos!”. “¡Ay! ¡Y que me dure eternamente!”


Ahora entiendo a ese director de orquesta cuando se emociona contemplando a su orquesta. Ahora sé que no es necesario poseer ni el mejor ni el más afinado de los instrumentos, si no el adecuado y preciso. Ahora sé que la sinfonía de mi vida suena simplemente perfecta porque las notas que la componen no son de este mundo.