Qué tarea tan compleja la de conseguir formar una banda de música compensada en cuanto a instrumentos y versátil en cuanto a estilos, y sin embargo, cuan reconfortante es para ese director de orquesta el momento que, frente al escenario, da un paso atrás para tener una visión completa de ese elenco tan variado que espera ansioso el instante que con gran y humilde maestría, la batuta comience su danza dando vida a los instrumentos que con tanto mimo han sido afinados.
Todavía
resuena en mi recuerdo el día en que me citaron para una audición de la que yo
ni siquiera tenía conocimiento: “¿Podrías pasarte esta tarde sobre las 19:30?
Nos gustaría poder contar contigo en una nueva obra que estamos preparando.” Yo
que siempre he sido bastante echado para delante, acepté. Y seguidamente, mi
mente se vio invadida por cantidad de preguntas curiosas, aunque en mi interior
algo me decía que sin duda, este sería uno de esos momentos que pondrían un
punto y aparte en la historia de mi vida.
Tal
y como acostumbro a hacer en esas ocasiones especiales, dediqué las horas
previas a dejarme invadir por las tenues notas de Verdi que se escapaban del
equipo de música del salón de mi casa. Es una excelente manera de reencontrarme
conmigo mismo, de traerme de vuelta a mi presente, y de colocar mis siguientes
pisadas en el lugar exacto en que quedó grabada la última. Ahora ya me
encuentro preparado. Se aproximan las 19:30, y dispongo de diez minutos para
llegar con cinco minutos de antelación a mi cita. Sí, mi obsesión por la
puntualidad siempre va cinco minutos adelantada. Es un viejo vicio que tengo.
Cuando
llego al lugar, salen a mi encuentro dos miradas: una, tan cómplice como el
primer día; y otra, que denota curiosidad e impaciencia. Nos sentamos en torno
a unos cafés recién hechos y, tras las presentaciones oportunas, comienzan a
desgranarme con minuciosidad el motivo de mi presencia hoy en este lugar. No
puedo evitar sentirme contagiado por el brillo que desprenden sus miradas, y es
que como por arte de magia, como pocas veces me ha pasado, los latidos de mi
corazón han comenzado a marcar un nuevo ritmo.
No
fue necesario confirmarles mi consentimiento a ser partícipe en esta nueva
aventura. Mi mirada fue un medio suficiente del que se sirvió mi corazón para
transmitirles que desde ese momento, mis pies caminaban junto a los suyos en
este nuevo sendero que, como si de un cuento de niños se tratase, también
comenzaba con las palabras “Érase una vez…”.
Pero,
¿qué es lo que se era? La respuesta la puedo resumir en cuatro palabras: un
regalo del cielo.
Un
cielo muy terrenal en el que también existen los ángeles, ¡vaya que si existen!
Con las más majestuosas alas abiertas que nunca pude imaginar, me fueron dando
la bienvenida a su mundo, que ahora también es mío. ¿Cómo agradecer tanta
calidez, tantos sentimientos, tanta empatía? Cuántas confesiones a lo largo de
este poquito tiempo, cuantas risas y sonrisas sinceras. Cuanta humanidad. ¡Cómo
me gustan los cuentos que de principio a final son felices!
Es
admirable la inagotable alegría que desprenden ese grupo de hadas de los
bosques con sus danzas y sus risas en las tardes más frías del invierno; la fe
que manifiestan esos traviesos duendes que siempre están ahí ofreciendo un
hombro en el que apoyarse para dar el siguiente paso; la sabiduría de esas
reinas magas que siempre tienen la poción adecuada; la disposición de tantos
elfos y elfas que surgen de entre la nada cuando se reclama un poco de ayuda. Y
sobre todo, la fuerza más pura de esos príncipes y princesas dignos de ser
protagonistas de los cuentos que los padres y madres deberían contar a sus
hijos e hijas, porque es la vida real la que ha hecho, hace y hará de nosotros,
las personas que somos.
Tras
tantos días de momentos compartidos, ahora es cuando en realidad soy consciente
del trasfondo de esa obra a la que requerían mi presencia con tanta
insistencia. Sin duda es algo que va más allá de lo que me contaron aquel día
en torno a aquel café recién hecho. Siento que ya formo parte de ese todo al
que un día fui invitado a unirme. Siento que en mi interior, en ese rinconcito
que cuido con tanto mimo, habitan nuevos sentimientos, nuevos conocimientos,
nuevas realidades que me eran ajenas hasta ahora; pero sobre todo, habitan un
grupo de pequeñas estrellas que con sus distintos brillos y destellos iluminan
mi interior.
“¡Tienes un
brillo especial en los ojos!”. “¡Ay! ¡Y que me dure eternamente!”
Ahora
entiendo a ese director de orquesta cuando se emociona contemplando a su
orquesta. Ahora sé que no es necesario poseer ni el mejor ni el más afinado de
los instrumentos, si no el adecuado y preciso. Ahora sé que la sinfonía de mi
vida suena simplemente perfecta porque las notas que la componen no son de este
mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario