Cuando crees que has recorrido todos los pasillos que conforman un laberinto y que no queda ya nada por descubrir, de repente te encuentras con una tímida luciérnaga que se posa sobre tu hombro y te susurra al oído: "Vamos, inténtalo una vez más. Yo te voy a ayudar.".
La luciérnaga, que ha llegado solitaria, pero que probablemente ha estado días y noches enteras a que llegara a su encuentro, comienza a volar como si de un pequeño lucero traído por pequeños duendes se tratase, invitándome a levantarme una vez más, a apretar los puños con fuerza, y a caminar fijando la vista lo más lejos que jamás en la vida he sido capaz.
Con sus movimientos no faltos de gracia, me va guiando entre altas paredes de arbustos, esquivando las ramas que me obligan a agacharme para evitar rasguños en la piel que, a cada paso, ha ido convirtiendo el frío de la noche en una cálida sensación que hace más llano el camino de vuelta.
¿De vuelta a dónde?
Algo me dice que esta luciérnaga a venido para llevarme de vuelta a una realidad que ya creía de otro mundo al cual me estaba negada la entrada. Es hora de regresar a casa, una vez más.
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