Toda la vida me he considerado un aficionado empedernido de esos puzzles de miles de piezas que veo al pasar frente al escaparate de cualquier librería o juguetería. Desde siempre han provocado en mí una emoción interna difícil de describir. Conseguir un tablero adecuado sobre el que ir construyéndolo, habilitar un espacio para desarrollar dicha actividad, abrir por primera vez la bolsa que contiene las piezas que aguardan a que comience su danza de aquí para allá, separar las que conformarán el marco de la imagen de las que lo acabarán llenando,...
La espectativa de soñar con construir algo grande y bonito siempre es un impulso constante y potente ante una tarea ardua, paciente y reconfortante como esta. No por ello se ve privada de momentos de flaqueza en los que la desesperación de una pieza que no terminar de encajar en ninguno de los huecos hace aflorar cierta consternación porque, por más que nos obcecamos y empeñamos, no conseguimos asignarle un lugar adecuado, ni aún introduciéndo esa pieza a presión, intentando convencernos a nosotros mismos de que esa pieza tiene que ir ahí sí o sí. Finalmente, y por mucho que nos pese admitirlo, terminamos apartando esa pieza a un lado para retomarla más adelante, en otro momento en que nuestra perspectiva nos ayude a encontrar su posición adecuada.
Y así, entre momentos de satisfacción y decepción, vemos cómo lo que en un principio no era más que un tablero vacío, se va llenando, va tomando forma con horas y horas de esfuerzo, de entendimiento, de dedicación, de autoencuentro con nosotros mismos, y donde en un principio no había nada, ahora tenemos una historia que hemos ido construyendo pasito a pasito, pieza a pieza. Y damos un paso atrás para contemplar con más perspectiva la magia que desprende el fruto de ese trabajo. Y nos permitimos una sonrisa sincera. Y ese impulso inicial vuelve a retomar esa potente energía que recorrió cada parte de nuestro cuerpo en un principio.
Luego llegan esos días en que deseamos compartir ese logro con los demás, y hacerlos partícipes del mismo dejando que con su enfoque y perspectiva sobre el mismo, coloquen esa pieza que les corresponde a ellos por derecho propio. Y es en ese momento cuando el puzzle que en su día comenzamos a montar solos, adquiere verdadero significado, porque en la magia de lo compartido está el verdadero sentido de la vida. Ahí es cuando ese puzzle sí que es especial de verdad, único e irrepetible.
También tenemos luego esos momentos de bloqueo sentimos que ya no tiene sentido continuar con la culminación de esa obra, que el tiempo invertido en la misma lo damos por perdido. Que no vemos más allá de como hacer encajar esa particular pieza que giramos una y otra vez y probamos a colocar en todos los huecos disponibles. Y aún así, nada.
Y así es la vida, como un puzzle enorme con miles de piezas, donde todas y cada una de ellas cumple su función y es igual de importante que el resto, donde cada momento vivido, cada persona que se ha cruzado en nuestro camino, cada encuentro, cada ilusión, cada tropiezo, conforman esa imagen final que se mire por donde se mire, es bella, única, valiosa e irrepetible.
A día de hoy, sigo siendo un empedernido de esta afición, y sigo disfrutando con cada pieza que descubro e incorporo a mi puzzle. Esas pequeñas cosas, que son las que hacen la vida.
Me ha encantado, tanto la forma en la que te expresas como la acertada comparación con un objeto tan cotidiano pero a la vez tan desprestigiado como un buen puzzle, me has dado un soplo de alegría con este relato :) Si quieres pásate por mi blog, www.alexhero96.blogspot.com Un saludo, y sigue así! :)
ResponderEliminar