Cómo hecho de menos esas noches pintadas con miles de estrellas, en las que salía a campo abierto y me tumbaba a contemplar la inmensidad del firmamento nocturno, a hablar con los antiguos dioses sobre los nuevos tiempos, a inhalar el suave y fresco aroma de las flores y la hierba que cubren el suelo que me impide caer más allá, a jugar con esos traviesos duendes que gastan bromas sin parar, a jugar a sentirme pequeño en un mundo de gigantes,...
Esos momentos íntimos en que permitía a mi alma trascender mi cuerpo para que se sintiese libre completamente y no atendiera a normas y razones, y se confesase con pleno derecho, y pudiese liberar esa carga que con el paso de los días yo le castigaba sin atender a compasión.
Esos momentos de autoencuentro conmigo mismo en que todo lo malo se lo llevaba una estrella fugaz a su paso, apenas perceptible, pero tremendamente eficaz, porque dejaba tras de sí un estado de gracia cuya fuerza me tomaba por los hombros, me levantaba de ese suelo cubierto por la hierba y las flores, y me daba impulso para retomar el camino. Mi camino.
Cómo añoro esas confesiones nocturnas...
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