miércoles, 2 de noviembre de 2016

El jardín de los sueños rotos (IV)

     Como cada mes, la Luna volvía a vestirse de luto esa noche, la primera de un otoño que había nacido adelantado y llevaba unos cuantos días cubriendo con niebla cada rincón del valle en el cual su jardín se había convertido en su particular altar.

     Un altar en el que en vez de vino se tomaba café y té, en el que en vez de pan se comían unas deliciosas pastas que las mujeres del lugar habían sabido retener con el paso de los años a pesar de las nuevas y fáciles novedades gastronómicas, un altar en el que se leía e inventaba poesía libremente sin las ataduras impuestas por ningún mandato divino... un refugio en el que sentirse a salvo de esos momentos vacíos y ociosos en los que la mente tontea con el diablo del arrepentimiento, del temor, del rencor, del odio, de los sentimientos no correspondidos, de la culpa, de la cobardía... a salvo de uno mismo la mayoría de las veces.

     Un altar en el que esa noche de luto y silencio frío centenares de luciérnagas rindieron su particular y pequeño tributo a los sentimientos heridos de muerte en la más fría de las noches.


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